Oh, tú, danzarín de los pies ligeros, alegres,
que aspira a encumbrarse en las altas y frías montañas,
cuyo pico yende al cielo mismo,
que para ti es cumbre y abismo
de luz reunidos.
Oh, tú, solitario caminante, cuya hondura de alma poética
tanto se hastía de las gentes pequeñas.
Tú, que hablabas con voz queda,
pero escribías gritando. Tú,
que envuelto en melancolía taciturna,
promulgaste en cambio la alegría.
Tú, que explicaste que el pecado original
era no alegrarse bastante. Tú Nietzsche,
tú que admirabas a los pájaros y te reiste
de los buenos, de los doctos,
de los puros y los sublimes,
tú, cuyo martillo se enfureció
cruelmente contra su prisión,
por saberte, por sentirte, demasiado humano.
Sí, tú, bailarín de las fuertes piernas,
siempre la amaste, oh, a Ella.
Sí, tú, silencioso caminante que habla
con su propia sombra,
y la llamaste "mujer en todo",
y "mudable", "salvaje", "insondable" y
"no virtuosa", también "la profunda",
"la eterna", "la llena de misterio".
Así la amabas a Ella, a la Vida.